Sujeto y Psicoanálisis. Capitulo I

Capítulo I

El Discurso de las Semejanzas

“Lo de arriba es igual a lo de abajo”
Hermes Trismegisto

Homo Naturalis


Un libro de astrología del siglo XIV conservado en una hermosa miniatura, señala que el cuerpo humano está gobernado por los astros. Así, nos ilustra la figura de un cuerpo tachonado de nombres de constelaciones de pies a cabeza; las partes del cuerpo y los órganos internos: a Piscis corresponde el dominio sobre los pies; Tauro controla el cuello; como hay dos brazos, al igual que son dos los gemelos, Cástor y Póllux dominan las extremidades superiores; como el valor es una característica de coraje, la heráldica lo testimonia así, y el valor es representado por el león, Leo se yergue en el pecho y el corazón. Cada signo un órgano, cada órgano una insignia, todo en una perfecta armonía. Basta pues el estudio de estos signos para conocer al hombre, quien los porta en su cuerpo como una marca indeleble.
Hay muchas técnicas, muchas marcas, muchas lecturas; tantas como adivinos, como escuelas esotéricas, como charlatanes también. Ahora son los cuatro elementos los que rigen al hombre y habrá así caracteres de aire, caracteres de fuego, caracteres de agua y caracteres de tierra. Ora son los humores, estos líquidos que destila el cuerpo, los que imprimen su marca a los seres humanos; así tendremos biliosos, flemáticos, sanguíneos y melancólicos.
En otros casos, la semejanza no refleja el mundo, sino la presencia de otro tipo de elementos, tan naturales para el medieval, como para nosotros los átomos y las células. Así, de las viejas ideas de Pitágoras surge la numerología. Bastará ahora con examinar los nombres para reconocer en el resultado final que dé la suma de los valores asignados a sus letras, la señal del destino; la indicación prefijada por esta red que une todo el mundo de las cosas, desde los deberes a las obligaciones, los gustos, las posibles enfermedades, las mujeres a desposar, los hombres a quienes pertenecerá una joven...
La vida y la muerte, los achaques, los dolores de muelas, los amores, forman todos parte de una gigantesca red unida por la semejanza. El hombre está preso en ella al arbitrio de un destino que se le escapa. Sus más mínimos movimientos están escritos en el mundo; los señalan los astros, los señalan los números, los señalan los augures.
De este modo, para obrar sobre los hombres, será preciso encontrar en la naturaleza lo que ésta nos ofrece a modo de imágenes e imitaciones de los cuerpos humanos; a las que sólo hay que unir algo del individuo para influir en su destino. Tenemos aquí la hierba hepática con la forma de un hígado y que en virtud de dicha forma se haya unida a la víscera; por ello se utilizará para curar las afecciones que le afecten. La mandrágora, por ejemplo, ocupa aquí un lugar especial; esta pequeña hierba, cuya raíz asemeja la figura de un hombre es, para el medieval, no un símil, tampoco una imagen, sino un semihombre; fruto de la unión del semen de los ahorcados con la tierra. He ahí pues, que para procurársela sea preciso acudir al bosque en noche de luna llena, llevar consigo un perro al cual se le amarrará la cola a las hojas de la mandrágora, para que enloquecido la arranque y muera.
Los cuerpos humanos también pueden fabricarse, como ocurre con el homúnculo de Paracelso. Es necesario semen humano, una retorta, destilar ciertas esencias, mantener la retorta enterrada en estiércol de caballo y, al cabo de cierto tiempo, veremos formarse un pequeño homúnculo. Pasados nueve meses, cual si de una gestación se tratara, al romper la retorta tendremos al homúnculo vivito y coleando.
Los anteriores no son sino ejemplos de la semejanza que tan excelentemente estudiara Foucault. Un mundo unido, un mundo sin grietas, sin discontinuidades, un mundo en el que todo depende de todo; en el que el plomo puede transformarse en oro, así como el semen humano y el estiércol de caballo pueden dar por fruto una mujer dispuesta a complacer al alquimista. Un mundo en el que el destino de los hombres y los reinos aparece escrito en la esfera inmutable de las estrellas fijas y en el movimiento de los planetas; en donde la aparición de lo extraño, de lo ajeno, de aquello que viene a romper este orden, presagia también el trastrocamiento de las empresas de los hombres.


Fin y cataclismo

“...El 23 de octubre de 1671, a las siete horas de la noche, se vio un formidable cometa en Constantinopla... Con tanta luz que no hacían falta los resplandores del sol; en cuyo medio círculo tenía cuatro letras consonantes,  que según discursos de varios astrólogos cifraban: Redentor, Señor, Dios Nuestro; y otras el de Viva la Fe Santa: formábase este horrendo cometa de un círculo con la cauda muy extendida, y dentro de él una estrella y una cruz que atravesaba dicho círculo...”

El cometa representa el trastrocamiento del orden prefijado del universo, es aquel terrible designio que viene a romper la perfecta estructura del cielo. Aquello que, al trastocar los cielos amenaza también al mundo de lo infinitamente pequeño: los hombres.
Si hay un orden universal y una red que une lo celestial con lo terreno, el mundo de los astros y el mundo de los hombres; cualquier cambio, cualquier aparición y cualquier milagro -un cometa por ejemplo - son signos que avisan del trastrocamiento del sereno mundo regido por la semejanza y que implica así el trastrocamiento del orden de los hombres. Las historias son así para el pensamiento antiguo, el relato de los hechos que reflejan un orden oculto.
Hombres y naciones, estrellas y cometas, profecías y augures comparten una misma trama en la cual se entretejerán sus destinos. En el fondo de esta trama, en el límite mismo de la semejanza, en aquello que se escapa, en lo milagroso y lo horrífico, acecha la muerte y la pérdida del orden del mundo. Si tan sólo se pudieran conocer los secretos de este lenguaje del mundo, si sólo se pudieran entender y comprender los designios del buen Dios...
Será así necesario recorrer el mundo de las cosas como si de un inmenso libro se tratase, leer en las rocas, en los signos de los astros, en las entrañas de los animales y en las palabras de los profetas aquello que permanece oculto. Recuperar este idioma universal, perdido hace ya tanto, para poder así conocer los destinos de los hombres y los reinos. Así, la divinatio ocupa un lugar privilegiado como lectura de los signos ocultos del mundo. Adivino y Profeta son dos figuras singulares para el mundo antiguo. Uno conoce los signos del mundo, a su pesar quizá; el otro los busca afanosamente en estas marcas que el mundo le da guiándose a través de los arabescos de la semejanza.  
El fin de los tiempos, el cataclismo, no es sino una promesa profetizada, representa el fin de la trama de las historias del hombre; el fin de los reinos, la unión final de todo. Macrocosmos y Microcosmos hechos uno. Hombres y Dios en la misma línea. Por ello hay que estar atentos a los designios de Dios. Por ello, el cometa visto en Constantinopla es terrorífico y maravilloso. Nos señala la presencia ineludible de esa mirada que todo lo ve; por ello también es necesario estar alertas, prever la aparición de lo inesperado, que no es sino la muerte. El cometa es un recordatorio de lo que podría ocurrir, pues ya ocurrió, por ejemplo con el diluvio y con la destrucción de Sodoma y Gomorra. Ocurrirá después -no se sabe cuando- pero los profetas lo anuncian. El discurso del fin del mundo palpita.  


Ars Magna

El espíritu vital, este spiritu mundi de Agrippa o el Archeos de Paracelso se distribuyen en esta continuidad de lo divino a lo mundano. Aquí también es el hombre el punto medio. Paracelso y Agrippa son magos y médicos. El trabajo sobre el hombre -más bien diremos sobre los cuerpos; la cura de las enfermedades, desde un dolor de estómago hasta los partos, pasando por las manías, los dolores y las hemorragias, dependen de esta red infinita que marca la relación del hombre con lo divino y lo mundano en su papel de puente.
Teophrastus Bombastus Von Hohemheim, Paracelso es uno de los representantes por antonomasia del pensamiento antiguo. Médico, alquimista, astrólogo y te ólogo entre otras cosas, es su trabajo un excelente modelo de lo que podríamos llamar este pensamiento de la semejanza. En una época en que Occidente estaba regido por el imperio de la semejanza, él y Heinrich Cornelio Agrippa Von Netteheim se emparientan en el universo del pensamiento con Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, probablemente los exponentes más conocidos de la llamada filosofía natural. Hombre, mundo y espíritu aparecen unidos para el pensamiento antiguo. El papel del hombre es el de un puente, pero un puente vivo entre el mundo de las cosas y el mundo de lo espiritual, verdadero enlace entre Macrocosmos y Microcosmos. La medida media, el lugar intermedio entre lo absoluto y la nada, entre lo más grande y lo más pequeño, entre las bestias y Dios. Así, las cosas del mundo están indisolublemente unidas a lo humano y el hombre indisolublemente unido a lo divino.
¿Cuál es el secreto de la alquimia? ¿Podremos reducir el trabajo de tantos hombres a un mero recurso de avaricia?. Dicen Pauwels y Bergier que hay más de cien mil libros y manuscritos de alquimia. En nuestro ver, la alquimia muestra aquí el producto de un pensamiento que le es propio y que es propio a su vez, de toda la edad media y lo que llamamos el pensamiento antiguo. El Ars magna ; el discurso alquímico aparece atravesado por toda una manera de conceptualizar el mundo  que le es propia.
La semejanza se deshace en la imagen de los opuestos; y los opuestos no son sino los dos extremos en que se desenrolla la trama de la semejanza, en la cual se sostienen. Cuando el alquimista busca el oro, lo hace a partir del plomo. El más excelso de los metales, la réplica terrestre del sol, de hecho el sol mismo, la sustancia áurea, se busca en su contrario, lo más oscuro gris y opaco. El plomo, el más innoble de los metales, oculta en sí la posibilidad de lo más noble y de lo más bello. La alquimia no es sino la paciente labor del artesano encargado a la permanente labor del lavador. Pues ¿Qué son esas continuas e infinitas diluciones y destilaciones sino un proceso de limpieza, sino un buscar en las profundidades de una retorta la señal irrebatible de la semejanza y de la continuidad que sostienen el mundo?


Figura 1


El Rosarium Philosophorum , muestra detrás de sus imágenes y sus palabras este movimiento interno del discurso de la semejanza. La separación y la diferencia inicial, al cabo del trabajo alquímico, mostrarán la semejanza y la unidad perfecta del mundo. Lo distinto y lo diferente no son sino formas de lo Mismo. Es uno solo el hilo que sostiene la trama de las diferencias. El rey y la reina (en la imagen 1) aparecen como el imperio de la diferencia. Sol y luna (Solis-Lunae) a sus pies, nos muestran el mundo de los opuestos, la unión no lograda. Conforme avanzan las láminas, y conforme avanza también el trabajo del alquimista, mientras se suman una tras una  infinitas diluciones y destilaciones, se va develando ante sus ojos la trama del mundo. La segunda imagen muestra desnudos a los mismos personajes, es éste un proceso de develamiento, un quitar los velos a la estructura de diferencia (Fig. 2). 


Figura 2


Paulatinamente, así lo muestran las imágenes, lo Distinto se funde en lo Mismo, ora requiérese de la limpieza como un continuo develamiento (Fig. 3), ora en la cópula que funde los distintos elementos del mundo (Fig. 4).


Figura 3



Figura 4

 La posición de la cópula sagrada de la diferencia, la mujer debajo, el hombre sobre de ella, nos muestra el lugar de los espacios, un espacio superior, y uno inferior; Macrocosmos y Microcosmos unidos.


Figura 5

Las alas que aparecen en las imágenes sucesivas (Fig. 5) nos muestran que lo humano y lo divino no son sino extremos en el discurso de la semejanza. Las figuras y las imágenes se confunden finalmente en un solo cuerpo. Macrocosmos y Microcosmos, masculino y femenino, hombre y mujer, sol y luna, plomo y oro, no son sino lo Mismo (Fig. 6). Pero la imagen muestra una sola unidad la unidad en la muerte. ¿Es acaso la advertencia de no trastrocar los designios del mundo? ¿De no intentar unir lo que es en origen distinto? ¿De no romper la estructura del discurso que hace posible toda semejanza y toda diferencia? ¿No es sino aprender el proceso posible de toda purificación y el develamiento continuo de las máscaras tras las que se oculta lo Mismo? (Fig. 7).


Figura 6



Figura 7

 ¿No es el renacer y la transformación del alquimista -y no la transformación del oro en plomo- lo que finalmente propone el ritual alquímico? (Fig. 8). ¿No es el objetivo de la alquimia demostrar que todo es lo Mismo? ¿Que hombre y mundo no son sino partes un Continuum  infinito que empieza en lo más abyecto y lleva a lo más sublime? ¿No pretenden acaso la alquimia y el pensamiento antiguo mostrar la unidad del mundo y el sometimiento de lo diferente a la red infinita de la semejanza que une cielo y tierra?



Figura 8

Los cuatro modelos

Hay así una época en Occidente en que los pensamientos y los discursos; el campo de los cuerpos y de las cosas; lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, Microcosmos y Macrocosmos, están unidos. La divisa hermética impera: “Lo de arriba es igual a lo de abajo” . El hombre es un Microcosmos que repite y refleja en su cuerpo el movimiento incesante del universo. La música de las esferas predetermina todas las posibilidades de la existencia. No es aquí lo mismo haber nacido en Piscis que en Acuario; ni tampoco es lo mismo estar marcado por el siete que por el uno. Sobre los hombres se desata así un Macrocosmos que los rige y cuyos designios se hacen valer sobre las carnes.  La teoría de los humores, en el nivel de lo microcósmico, no representa sino la encarnación de lo macrocósmico. Aire, Tierra Fuego y Agua son los cuatro elementos en los cuales se dividen y de los cuales se componen, en un infinito movimiento, las cosas del mundo. Estos cuatro elementos conforman y sostienen todas las cosas, es su círculo un movimiento completo de creaciones y destrucciones; de transformaciones de lo uno en lo otro; en la vuelta sin fin sobre lo mismo; el pliegue eterno del mundo sobre sí. Así los humores se crean y componen unos a otros. Cuando el alimento entra al cuerpo se cuece en el estómago y se transforma en una sustancia semejante a la leche de almendras, el quilo, de ahí pasa a los intestinos donde es atraído por las venas y llevado al hígado, en este órgano se cuece nuevamente y se convierte en quimo, sustancia roja y semejante al vino, se trata de la sangre, de ahí se difunde al cuerpo filtrando la hiel o bilis amarilla, posteriormente el bazo filtrará el humor negro causante de la melancolía. La descomposición de estas sustancias, cuyos humores llegan finalmente al cerebro son los causantes de las cuatro entidades patológicas de la medicina medieval. La flema da origen a la letargia, así el hombre se ve sumido en un sueño, obnubilamiento y sopor incontrolables. Un exceso de sangre ocasionará el frenesí, un exceso de bilis amarilla nos dará la manía y un exceso de bilis negra ocasionará la melancolía.
Las cosas buscan su estado natural, lo ligero busca lo ligero y lo pesado busca lo pesado, el calor busca lo cálido y el frío lo frío; domina la ley de la simpathia, así el fuego atrae al fuego como el agua atrae al agua. Los cielos y los hombres no son sino formas de los cuatro elementos. Habrá así caracteres de agua, de viento, de tierra y de fuego. También asimilables al ciclo estacional de primavera, verano, otoño e invierno. Habrá así flemáticos, biliosos, melancólicos y sanguíneos. Hombres regidos por el Sol, por la Luna, por la Tierra y por el cielo. Ora estos son guerreros y belicosos; los otros son tristes y lúgubres, prendidos siempre de los dolores y acongojados por las penas; aquellos son coléricos y a los demás nada perturba. La alegría y la tristeza representan dos de los extremos del cuadrángulo humoral (Microcosmos) que no es sino la repetición del cuadrángulo del universo (Macrocosmos). Los otros dos extremos son la cólera y la apatía. Al Sol corresponderá el fuego y a éste la sangre. Los nacidos bajo su imperio, los hombres sanguíneos serán pues fogosos y apasionados como el signo que los precede. Los nacidos bajo el imperio del agua serán fríos y tristes. Aquellos regidos por la Luna serán lunáticos. Los modos de ser, las pasiones de las almas, los deseos y los caracteres estarán así determinados por la misma ley que rige el universo.

Vemos así dibujarse en el plano de esta episteme la figura de un rombo en el cual se reflejan el hombre y el universo, Macrocosmos y Microcosmos (Fig. 9). El ciclo de la naturaleza Macrocosmos- representado en nuestro modelo por el ciclo estacional -primavera, verano, otoño, invierno- se refleja en el ciclo de la vida humana -infancia, juventud, madurez y ancianidad -Microcosmos. El cuadrángulo representa así, en nuestro modelo, un movimiento en sentido contrario a las manecillas de un reloj. Partiendo del extremo de la izquierda encontramos aquí en el ámbito de lo macrocósmico la primavera, el origen de la vida, el florecimiento y la germinación. A la primavera corresponden el humor sanguíneo, ¿no es la sangre acaso el líquido vital, aquello que más claramente representa para los hombres la vida? Sangre y fuego, unidos, el calor de la sangre y la pasión fogosa que la anima, el frenesí será el trastorno inicial de la sangre, la sangre -como el vino- obnubila los sentidos y el juicio. De la primavera sigue el verano, la estación de los frutos, los goces y los placeres; igualmente en la vida humana, la juventud es el ímpetu arrebatador. El viento lo simboliza, ese mismo viento que puede refrescar al viajero o derribar los árboles. El carácter del viento y su humor correspondiente es la bilis amarilla que inyecta la furia en las almas. He aquí el carácter colérico de los hombres en cuyo cerebro los vapores de la bilis amarilla han obnubilado los sentidos. Así pasamos al otoño, la caída de las hojas, la pérdida del ímpetu juvenil, pero también la capacidad de guiarse usando la experiencia. Aquí están los caracteres de agua, la madurez de la vida, ya no se guiará el hombre por el arrebato pasional sino por el sabio discurrir de los ríos. Al agua corresponde en este dominio la pituita o flema, el carácter centrado y circunspecto; su exceso en el cerebro ocasiona la letargia. El ciclo del mundo y el plegamiento sobre sí llevan al invierno, el fin de la vida, la muerte. Aquí lo frío destaca como en el verano el calor. Es el color sombrío y oscuro de la tierra a la cual el hombre pronto ha de partir. Así, el color de la tierra es oscuro como el del humor melancólico, la bilis negra. La tristeza es la emoción privilegiada y la melancolía el carácter correspondiente.



De las cosas y los hombres

Hombre y cosa, sujeto y objeto, cognoscente y cognocido no son para el mundo antiguo posibilidades del pensamiento en el mismo sentido que lo son para nosotros. La trama de la continuidad y la semejanza, apenas descifrable para los magos y los alquimistas, lo impregna todo. Todo está unido. Es así desde el inicio de los tiempos; desde que el hombre dio nombre a los animales y a las cosas del mundo; la cosa y la palabra que la designa son una y la misma. El tigre se llama así porque llevaba en su cuerpo inscrita esta palabra -así lo pudo leer Adán- según lo testimonia el Génesis; por esta misma razón se espera que los Marcos y Marciales sean guerreros, que otros hombres sean pastores, otro más artesanos y algunos otros, nada... Todo lleva la marca de las cosas y de las relaciones en las que se teje esta continuidad. No importa que las palabras se hayan perdido, que los idiomas sean distintos; en un origen había un lenguaje universal dado por Dios al hombre, el lenguaje que lo nominaba absolutamente todo. Este idioma se perdió, el mito de Babel así lo señala.
El ser de las cosas es claro y singular. Este ser aparece en cada elemento del mundo y el hombre lo puede conocer claramente. Basta seguir la marca de las cosas del mundo; el orden de las semejanzas posibles y con ella el orden de las relaciones ocultas pero evidentes por el signo de la semejanza. Lo que Foucault ha llamado las cuatro formas de la semejanza convenientia, aemulatio, analogía y simpatía, hacen posible toda forma de conocimiento. Desde la naturaleza de los animales, las plantas y las rocas hasta la naturaleza de los hombres.
Este problema o una buena parte del mismo, a nuestro entender, tiene sus raíces en una pregunta que atraviesa la edad media; el llamado problema de los universales. Ya así, Boecio en sus comentarios a la Eisagoge de Porfirio había señalado el problema género/especie y su relación con las cosas del mundo: ¿serán acaso entidades subsistentes o meros conceptos? ; si existen, ¿son materiales o inmateriales? ; ¿están separados de los objetos sensibles o no lo están?
En el fondo, esta pregunta -en especial en su tercera versión- nos ubica una forma específica de ver el mundo y a los hombres en él. ¿Existe acaso un reino de las Ideas, en el sentido platónico, en donde las cosas son limpias y puras en su ser? O, por el contrario, ¿todas las cosas son, en la medida en que son en el mundo? ¿Hay o no hay universales? ¿Cuál es la relación de estos universales con los particulares?
Sobre este discurso florecerá una buena parte del pensamiento medieval. En distintas formas será ésta la manera de hablar del hombre. Ya en la abismal diferencia agustiniana entre la voluntad divina y la voluntad creada, ya en este Reino de Dios o en el Reino de los Hombres. Lo que sobre el hombre puede decirse en la edad media estará marcado por estas formas. Ya se trate de los modos en que éste puede acercarse a Dios, de las cosas que a él agradan o que él detesta. No hay dudas en ello. Existe un universal que se autoriza en garantía de los particulares. Para cada árbol del mundo existe la garantía de un árbol ideal/universal y de este modo, se sostienen las cosas del mundo. Hay así ideas que, obtenidas a partir de la abstracción, tienen su existencia en los particulares, pero existen en tanto universales. En otro lugar encontramos aquellas ideas construidas a partir de la composición: como el centauro, compuesto de las ideas de hombre y de caballo. La idea final es así no natural, puesto que jamás hemos visto centauros en el mundo, pero si son naturales las ideas de lo caballuno y de lo propio del hombre con las cuales construimos esta quimera.
¿A qué todo esto?, ¿Qué pretendemos con esta construcción? Mostrar que el mundo es uno y sólo uno para el pensamiento medieval. Que las ideas y las cosas son elementos radicalmente separados de los hombres; perfectos en sí y cognoscibles en su propia perfección. Que si el hombre comete errores, estos son a causa de su confusión, de la debilidad de sus ojos, de lo precario de sus sentidos, o por otra parte, de los hechizos de los magos que pueblan el mundo medieval. Esos mismos magos que transforman a los gigantes en molinos de viento.
Cuando el medieval piensa en un árbol, el árbol existe independientemente en el mundo y la idea que de él tiene el hombre no es sino un modo de ser del árbol en su pensamiento. Tan natural es este modo de ser de las cosas en el pensamiento de los hombres, como lo es su modo de ser en la naturaleza. Dos caras de una misma moneda. Los sentidos pueden confundirse y hacernos creer que vemos centauros cuando en realidad vemos hombres a caballo. Pero, la idea, abstraída de las cosas particulares se alza en garantía de una verdad y de un discurso ordenado y plegado sobre sí. Es garantía además de un orden del mundo unido y regido por la semejanza.


De un Dios que no engaña

“Si fallor sum”, “si me equivoco entonces existo”; este es el punto a partir del cual construye Agustín su argumento en favor de la existencia de las cosas reales, de modo independiente a los errores personales que podamos tener en nuestra percepción. Del mismo modo, Escoto remite a la idea arquetípica como causa ejemplar. Desde este extremo platónico a su ápice aristotélico con Santo Tomás; desde la superioridad del alma en lo que respecta al conocimiento del mundo hasta la necesidad de lo corpóreo; se construye en la edad media la figura del hombre. Así, en Agustín, los elementos del mundo -es decir las cosas- actúan sobre el alma que las conoce; por el contrario en Tomás, los objetos actúan sobre los sentidos y estos sentidos se dan en el compuesto cuerpo/alma que es el hombre. El fantasma que aparece en la imaginación es el fantasma de un particular, a través del cual el alma humana conoce el universal. El entendimiento sólo puede conocer la esencia de la cosa en tanto ésta tiene ser.
Para el pensamiento medieval todo está del lado de afuera  -nosotros diríamos del lado del objeto- pero no hay que engañarnos, este afuera del que hablamos no se da sino en relación con un adentro -el hombre -. Para el medieval no hay, en modo alguno, tal adentro, esta interioridad de juicio y reflexión no ha nacido aún en Occidente; y por ende tampoco hay tal afuera. No hay aún sujeto/objeto como lo planteamos desde Descartes. Todo lo que hay son particulares y universales. Una misma base sirve de cimiento a estas construcciones, misma que después utilizará Descartes: Un Dios que no engaña.  Un Dios que garantiza la coherencia del mundo y de los seres que en él habitan. Un Dios que en su existencia sirve de camino para las voluntades, de modelo para los estados y para el comportamiento de los hombres; un Dios que juzgará los actos, un Dios del que se puede gozar y en el que se puede vivir en la contemplación. No en vano clamará Santa Teresa su “muero porque no muero”.



El cuadro del pensamiento antiguo (Fig. 10) se cierra así ante nuestros ojos.   En la parte superior el mundo de las entidades universales (Macrocosmos), los elementos (aire, tierra, viento y fuego) que son la base y la causa del mundo en su sucesiva composición y descomposición. Abajo el Microcosmos de las cosas particulares del mundo. Entre estos dos espacios aparece la figura de este ser humano ocupando el lugar de un puente. Unido a ambos reinos. Materia y carne lo unen al Microcosmos y al mundo de las cosas; alma e intelecto (chispa divina) lo unen al Macrocosmos y a lo universal. Las relaciones del mundo antiguo se dan en dos niveles y en dos formas. Por un lado es el Macrocosmos el que determina al Microcosmos, en una relación guiada por la semejanza que ordena el mundo de las cosas en acuerdo con ese mundo de arriba. Por otro, es la lectura del mundo de las cosas y de los signos ocultos que revelan la semejanza (la divinatio ) la que garantiza el orden de cielo y tierra.

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